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Free time en la post verdad


“El infierno está vacío. Todos los demonios están aquí”

                                                              W. Shakespeare


Post verdad agarrándose



 Frases edificantes, propositivas, esperanzadoras, plenas de creación y de la más auténtica de las libertades individuales, según las nuevas formas de expresión propias del lenguaje de estos tiempos de inclusiva positividad y exclusivo desgarramiento. Esas que, con tanto fervor, la psicología instrumental contemporánea y los mass media -las redes- avalan, divulgan con frenético entusiasmo y habitúan recomendar, a fin de poder lograr la mayor de las felicidades posibles para la gran cadena -de montaje- del ser social. Nunca una época fue más feliz con sus memes y, en consecuencia, con su pobreza de Espíritu. Además, tómese en cuenta que existe nada menos que el “Megaverso”, el “Tic-Toc”, el “Only-fans” o el mayor de los géneros musicales de todos los tiempos, esa maravilla de la que Bach, Mozart, Beethoven o Paganini, sin duda, llegarían a sentirse avergonzados: ¡el insuperable Reggaeton! ¿Y cómo no sentirla, frente a ese posverdadero gigante llamado Bad Bunny, por ejemplo? ¿O cómo podría justificarse el pobre Mahler frente al mega-universal virtuosismo y la retorsión de esos titanes de la música actual como Ozuna o Don Omar? Y eso -a propósito de la toxicidad- para no hablar de esa otra auténtica revelación musical -digna representación de la más exquisita decadencia- como la Bachata de Prince Royce y de Romeo Santos, ese Shakespeare de la era de la porverdad. Una joya que sobresale en medio de tanta mediocridad. Habrá que olvidarse de los Boomers definitivamente, enterrar de una vez por todas el recuerdo de esos “muertos vivientes”, Pink Floyd, Genesis, Yes, Emerson, Lake & Palmer, Doors o Ten Years After, entre otros, y asumir esos grandes valores del presente y repetir con alegría: “¡Se arregló!”.

 El gran problema que, sin duda, enfrentaría hoy Karl Marx consigo mismo es que no solo no sería marxista -como, de hecho, en algún momento se vio en la necesidad de afirmar-, sino que, además, consideraría que ni el proletariado ni -¡mucho menos!- el lumpen, podrían llegar a ser el vehículo adecuado -dialéctico- para poder salir de la prehistoria humana y conformar una sociedad de ciudadanos, justa y auténticamente libre. Todo parece indicar que ya no. Como el de los Beatles, el tiempo de Marx parece haber concluido, por lo menos desde el punto de vista característico de una sociedad que ha logrado prefabricar el orden social a la luz de las lámparas “led”, las luces de neón, las pantallas de los móviles y de los procesadores. Aquiles Nazoa afirmó en su momento que los fantasmas decimonónicos huyeron de las ciudades cuando llegó la electricidad. Nunca se imaginó el poeta que la excesiva luminosidad que hoy se exhibe los traería de regreso, desde las lúgubres miserias de una menesterosidad espectral.

 Para Marx, la lucha por una jornada laboral de ocho horas y la conquista de un período de tiempo de ocio, indispensable para el descanso y la expansión del espíritu del trabajador, representaba una de las grandes conquistas del movimiento revolucionario de su tiempo. A menos que se hable de los despotismos orientales, en las más diversas sociedades del presente la jornada laboral es, en términos generales, de ocho horas y el tiempo de ocio se ha ido transformando en la gran industria del Free time. Todos tienen, en términos generales, pleno derecho de disfrutarla. Es verdad que quien haya prestado algo de atención al funcionamiento de la cotidianidad propia de la sociedad contemporánea -especialmente de las que presentan mayor desarrollo de sus fuerzas productivas, aunque no exclusivamente-, tendrá que confirmar la autenticidad de aquellas líneas introductorias del Manifiesto de Marx en las que, históricamente, la sociedad burguesa alineara sobre su gran cadena de montaje, con sorprendente precisión, las más diversas actividades profesionales, al punto de transformar “al médico, al jurista, al sacerdote, al poeta, al hombre de ciencia, en sus obreros asalariados”. Pero, a diferencia de lo que ocurría en el siglo XIX, el proletariado del presente -de nuevo, en términos generales- vive en condiciones muy distintas y muestra una holgura que el propio Marx -¡oh, sorpresa!- consideraría no sin estupor. Y, por supuesto, su tiempo libre está debidamente garantizado para su merecido ocio.

 Decía Marx que el tiempo de ocio era propicio para dedicárselo a la pesca, la pintura, la lectura, la música o la poesía. Es el privilegio de una vida desahogada para enriquecer al Espíritu, a fin de cuentas. La pregunta que surge inevitablemente con el Free time del ser genérico -del proletariado- del mundo contemporáneo es para qué sirve, en una sociedad mundial que ha terminado por imponer patrones de comportamiento regulados y modelos de vida preconcebidos que trastocan el tiempo libre en sobretiempo laboral. En una expresión, el hastío laboral del cual los individuos anhelan liberarse en las horas no laborables termina por convertirse en una prolongación de tal hastío. La pesca, la pintura, la lectura -si la hay-, etc., se transforman en actividades reguladas y sistemáticamente prestablecidas, en una gran industria que perfectamente puede llegar a producir, incluso, mucho más ganancias que las del tiempo laboral. De modo que el llamado tiempo libre ha devenido no solo una extensión inconsciente de la actividad laboral, sino la redundante conversión de los individuos en seres condenados, profundamente rotos en su interioridad, limitados en sus auténticos deseos, capacidades e iniciativas creativas, objetos y no sujetos de su propio destino. La liquidez registrada por Bauman va en sentido contrario a la del río de Heráclito. En el caso venezolano, las cosas han llegado al punto de que al régimen le interesa más mantener el mayor Free time posible de los trabajadores públicos que su tiempo de trabajo necesario, pues a mayor enajenación mayores son las ganancias. Es evidente, bajo tales circunstancias, que para la gran masa resulte un tanto turbia la diferencia, por ejemplo, entre Romeo y Julieta, de Shakespeare, y Romeo Santos. O que se llegue a la convicción de que exista un gran compositor llamado Ludwig van Badbunny. En el fondo, todo se repite, una y otra vez, indeteniblemente. Los “hilos” del meta-versado Instagram o del Tik-Tok se han vuelto tan tediosos y previsibles como el viejo Nihil sub sole novum. Valdría la pena preguntarse por el fin de este “agujero


Acerca del Amor hacia los otros y a mi.

Acerca de Amor y Mismidad 


A mis buenos amigos, José Luis Villacañas,

Alexander Carrodeguas y Esteban Higueras

 

“¿Qué es el infierno? Yo sostengo que es

el sufrimiento de ser incapaz de amar”.

                                  Fiodor Dostoyevski

 

 

El Amor a mi y a los otros

                Los tiempos que corren parecen inclinarse hacia la exigencia de la hegemonía de los derechos individuales por encima de los ideales de una comunidad cada vez menos constatable y etérea. El “amor propio” se revela como el desamor hacia los demás. “Los otros” son, de hecho, una masa informe e intangible, apenas un recuerdo de los tiempos pre-virtuales y post-pandémicos, que amenaza con su pesado fardo de deberes y compromisos, que no solo limitan las -ahora- inmensas potencialidades individuales sino que, además, representan una auténtica perturbación para la mismidad, una potencial forma de sometimiento y aplastamiento del yo privado, de eso que los psicólogos no dudan en llamar la “autoestima”. Es verdad que, en más de un sentido, la lucha por la preservación de los derechos individuales es hija legítima de la cultura occidental, toda vez que surgió, precisamente, como rechazo consciente a la ciega obediencia y consecuente sumisión que caracterizan al difuso “hombre-masa” propio de las ancestrales tiranías orientalistas. Precisamente, en su simplicidad -en su abstracción- se funden las más diversas y complejas apetencias y voliciones de los individuos, devenidos una masa genérica y uniforme, oprimida e impotente, sobre la cual se erige la exclusividad del “uno libre”, el déspota, el autócrata, el Emperador asiático o el Zar ruso. De ahí que pareciera estar plenamente justificada la exigencia posmoderna de cultivar “lo privado” y concentrar la inclinación, más que el amor hacia los demás, en la mismidad como garantía de las libertades individuales. El resto es “liquidez”, al decir de Bauman.

            La mal comprendida relatividad de todo parece olvidar que mientras menos absoluto sea el amor hacia el otro más relativo terminará siendo hacia el sí mismo. En el siglo de las formas vaciadas de todo contenido, la palabra amor, al ser pronunciada, tiene el sonido de una moneda de cartón. Think different, el lema creado por Steve Jobs para promocionar el uso de los procesadores Apple, tuvo como objetivo central representar la lucha abierta y directa de los individuos frente a las pretensiones totalitarias de “unificar el pensamiento”, incluso antes de la efectiva llegada -ya anunciada por Orwell- del emblemático “1984”. Resultado del triunfo y consolidación del principio de reproductividad técnica como sistema central de las nuevas relaciones sociales de producción en la era de la industrialización avanzada, Jobs advertía la pretensión, por parte de los grandes monopolios comunicacionales, de conducir a la humanidad entera hacia el callejón sin salida de la “purificación de la información”, creando “por primera vez en la historia” el “jardin de la ideología pura”, en el que “cada trabajador puediera florecer protegido de verdades contradictorias y confusas”. Pues bien, paradójicamente, el propósito de Jobs no solo terminó siendo presa, sino, además, formando parte transustanciada del gran sistema universal de dominio de la era digital. Pronto el “yo” se hizo “nosotros”. La “gran aldea”, creada por el nada imaginario Big Brother, terminaría devorando las exigencias de toda posible libertad individual, de toda mismidad.

            El desafiante “verás como 1984 no será como 1984”, concluyó en el más absoluto control de un todo abstracto sobre las partes infinitamente abstractas y cada vez más fragmentadas. Un “tiro por la culata”. El viejo Zenón parece haber tenido razón en la formulación de sus aporías: al cobijo del entendimiento abstracto, y por más que lo intente, Aquiles -el de “los pies ligeros”- nunca podrá remontar a la tortuga, porque a cada paso suyo esta seguirá exponencialmente aumentando la distancia. Cuestiones de matemática infinitesimal. Creer que el poner en manos de cada individuo su “propio destino” será la clave para conquistar la autonomía e independencia absolutas, tiene su remate en la no comprensión del significado concreto de destino, como Bestimmung. Al final, con atónita mirada, se termina constatando el más grande control global al servicio de un poder omnívoro, gansteril. No es “liberándose” de lo público como se consolidan los derechos individuales; ni es desechando el amor hacia el otro como se alcanza el amor propio.

            Advertía Schiller, siguiendo a Kant, que la entrega amorosa -premisa de toda vida comunitaria- tiene el riesgo de la enajenación de la propia autonomía. Desde la perspectiva política y social, se trata de la contraposición de comunitarismo y liberalismo. Y, para el entendimiento, se trata de una confrontación insalvable: o se aceptan las consecuencias del amor -y se impone la preservación del todo sobre las partes- o se acepta la preservación de la mismidad -y se impone la preservación de las partes sobre el todo. Y sin embargo, más allá de semejantes fijaciones, en el amor ya se siente la unión -no la unificación, puesto que lo unificado ha sido puesto por la reflexión- de sujeto y objeto. La unión no se sustenta en una unidad estática, originaria, previa, sino que ella es la unidad en movimiento continuo, por lo cual se escinde infinitamente, se particulariza, se determina: crece y concrece, se reconoce y reconcilia consigo misma. Como afirmara Hegel, en el amor “la vida se reencuentra con una duplicación y como unidad concordante de sí misma”. El amor sólo puede reafirmarse como amor al multiplicarse. Sólo así puede producir su más plena unidad diferenciada. Lo unido por oposición tiene que ser comprendido en virtud del todo, pero el todo no lo precede, porque el todo es su desarrollo. Ni el amor ni la mismidad se deducen ni son compartimientos estancos. Tampoco se trata de entes inamovibles. Más bien, se trata del Espíritu, comprendido como una “comunidad de seres libres”. Cuanto más se da sin pedir nada a cambio más se tiene, decía Shakespeare.


 

José Rafael Herrera

@jrherreraucv

La vida prorrogada

Erich Fromm: La Obsesión por Tener vs. la Necesidad de Ser en la Sociedad Moderna, con un personaje desposeído reinventando el ser, en un contexto de crisis económica y ambiental



Erich Fromm reformula la ya tradicional oposición entre tener y ser, y plantea de forma muy oportuna el déficit de sensación de ser que provoca la obsesión por el tener. El mito del Progreso como acaparamiento, de origen burgués, ha calado en el conjunto de la sociedad, convirtiéndose, como señala Fromm, en “la esperanza y la fe de la gente desde el inicio de la época industrial.”

La moral mercantilista tiende a reducirnos al valor de intercambio: tanto tienes, tanto vales. En nuestra sociedad de clases, la escasez de posesiones se identifica con una inferioridad cualitativa, como si el poseer dependiera exclusivamente de la laboriosidad o la capacidad de la persona, y la riqueza no hubiese generado sus propios mecanismos para perpetuarse y dificultar el acceso a ella a los que parten con desventaja.

Junto a esa moral de crudo capitalismo ha evolucionado otra, de tradición humanista, que, sin cuestionar abiertamente sus dicterios, se esfuerza por enfatizar la prioridad del ser sobre el tener, de la virtud sobre la mera posesión. Su inspiración es judeocristiana, recordemos la sentencia del camello por el ojo de una aguja (enigmática donde las haya, si no es fruto de una mala interpretación). Pero tengamos presente que, en los hechos, el cristianismo no cuestiona las clases sociales, se limita a hacer una llamada a la solidaridad. El amor al prójimo se expresa a través de la ayuda y la limosna, es una actitud privada que se desentiende de lo público (“Dejad al César lo que es del César”) y por tanto no pretende cambiar la sociedad, sino solo atenuar sus injusticias. En esta privatización de la ayuda se basa todo el movimiento de cooperación internacional, las maratones de donativos, las donaciones de alimentos, las entidades de caridad eclesiástica y hasta las ONG.

Desde que se desistió del proyecto marxista, ya nada cuestiona el armazón del capitalismo triunfante. Los partidos que se autodenominan de izquierda no pretenden cambiar el sistema, sino —cuando son honestos— mordisquearle las migajas que se le acerquen a los bordes. Los poderes públicos y las leyes están para engrasar el buen funcionamiento de esa maquinaria monstruosa en que se ha convertido la propiedad privada (cada vez más minoritaria y monopolista), procurando, como mucho, que no arrase a las crecientes masas que se deja tiradas en la cuneta. Al fin y al cabo, buena parte de estas son las que sostienen, con su trabajo precario y su consumo, el florecimiento de aquella.

Y en eso estamos. Las crisis cíclicas y la evidencia del deterioro ambiental han revelado de modo patente que el propio capitalismo es frágil y limitado. Se trata, pues, de persistir, cada cual como pueda. La utopía perece en el barrizal del individualismo. El ser se diluye en un tener cada vez más inseguro, más precario, y por ello más dramáticamente ansioso. Quizá por eso adquiere tintes casi mágicos: “Piense y hágase rico”. “Formule sus deseos y el universo conspirará para satisfacerlos”. Pero ni el conocimiento, ni el trabajo, ni la lucha son garantías de nada. Ya no hay proyecto, ya no hay futuro, solo un presente que se sostiene con pinzas y que no sabe por dónde puede desmoronarse el día menos pensado. Cada uno aguanta resignadamente la respiración y pide a la Virgencita que le deje como está. Vivimos en una prórroga, apoyándonos en neurolépticos y en fórmulas de autoayuda, procurando distraernos ante la pantalla de las preguntas que nos atormentan en las noches de insomnio: ¿hasta cuándo?, ¿hasta dónde?

Tal vez hasta que el tener nos falte y, desposeídos como nuestros abuelos, nos veamos obligados a reinventar el ser.