Inflamando lo mínimo

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El poder del pensamiento de Lucrecio radica en descifrar las palabras y los símbolos que mueven las cosas desde su necesidad radical, las palabras son perspectivas simples de lo que es realmente la vida, pero que se alteran en un ornamento falaz, misterioso; se debe por tanto rehuir de la mentira sin erradicar los misterios que comprenden los motores que atesoran su resistencia. Bajo esta figura, lo falso estará en la luz, mientras que lo profundamente verdadero, en las sombras, bajo el alero de la noche. La luz es trabajosa, necesita de procesos químicos y físicos tremendamente complejos para manifestarse, en este proceso explica la realidad mintiendo, es fenómeno, nunca noumeno; mientras la oscuridad es parca, sobria, elegante y justa. Como el pequeño punto de apoyo que necesitaba Arquímedes para mover el mundo, las cosas pequeñas inician a las grandes, comienzan lo eterno, lo que está más allá de nuestro entendimiento; como el principio científico del Big Bang necesitó de su mínimo posible en cuanto a espacio y tiempo para ser grande, las grandes verdades se dicen con poco, en el enfrentamiento común del individuo con sus necesidades, allí donde se fricciona con las cosas; cuando se caen las máscaras y vuelven a nacer las pasiones, junto con ellas todos los dioses, los más elementales, para que en la dialéctica del tiempo se vuelvan a hacer misteriosas y simples a la misma vez. En este choque con las cosas, los sentidos se alteran y la razón se vuelve inútil, incapaz de sostener aquello que dedujo a través de ellos, se maneja el todo con el todo, ya no es una mascara participando con algo, solamente hay sustancia alejada de la razón.

El producto se torna inevitable en algún momento de la historia, es ahí cuando el hombre toma su curso natural dejando lo artificial en el olvido; se prioriza la emergencia. La verdad no necesita memoria, esta misma se recuerda por siempre para no dejar de ser en ningún momento, el resto es un intento de detener el tiempo, y, aunque ocurre, no presenta cambios en el orden de las cosas, solamente perpetúa una mentira difícil de ignorar, porque representa una tentativa a la permanencia, recordando signos que debiesen existir por si mismos, pero, por no tener existencia propia, deben repetirse constantemente en las mentes establecidas de la democracia. No es el hecho una repetición, nuestra lengua y nuestra mente tratan de repetirse para vagar confiadamente en un mundo inhóspito que requiere de lo pagano primeramente para sobrevivir, es por ello que los dioses, que se repiten, nos dan la vida y la mantienen, en una estrecha relación que con el tiempo torna a religión, para luego pasar a un sistema político-económico que lo vulgariza todo. Es un extremo que no se puede sujetar, aunque se disfrute de un cambio relativo al subjetivismo del tiempo que se vaya creando tan lentamente, que las generaciones apenas noten sus cambios; en este sentido, lo fabricable tiene que ver con un gesto que avisa de qué moriremos; los vanos días que permanezcamos en este mundo podrían servir para servirnos, para acercarnos o alejarnos de la naturaleza; para aproximarse a lo mínimo y aspirar a lo máximo, dependiendo de los estados de conciencia que se alcancen con respecto a los ritmos de los dioses del tiempo.

Lucrecio fue contrario a toda religión, ya que ésta establece e impone las normas desde las cuales se deben desarrollar las conexiones intimas de los humanos con lo sagrado, intentos hegemónicos para protagonizar la mentira que recorta la realidad, desfigurando a los dioses; validando su existencia desde el amparo contrario al nacimiento de éstos, desde el absoluto desamparo. Por ello, se considera que Lucrecio manifestó en su filosofía la doctrina epicúrea de esconder la vida, la que podría traducirse de muchas maneras, pero que deja una huella interesante con respecto a la sacralidad de lo que el humano, como un ser que debería ser más que un bípedo implume, debería ganar, para dejar atrás el sinsentido sin goce, el tiempo sin estaciones, o las filosofías verdaderas, pero poco oscuras. Esconder la vida es esconder las razones, para no crear proselitismo ante una experiencia meramente personal de conocimiento, con respecto a la cual se podría orientar sin imponer, mientras se logre enseñar sin condenar. Esconder la vida es esconder la palabra, porque los nombres de los dioses son santos, recabados solamente por la impronta contingencia hacia contactos de paso, pero reveladores, estremecedores y escalofriantes. Dado estos casos, es menester no juzgar a quienes relatan dichas revelaciones.

Desde el ateísmo, este contacto no es más que encontrar algo más grande que uno, cosa no muy difícil de lograr. Ante esto, la historia del suicidio de Lucrecio, aunque no confirmada, propone una visión mágica del mundo antiguo con respecto al ateísmo, que puede explicarse con la libertad total y absoluta si se permite; esto es, no hay dios que decida ni cuándo se nace ni cuándo se muere, aunque, con respecto a esto último, la libertad de elección es total, sin cuestionamientos. Es la tesis del suicidio la forma de morir del ateo, que, aunque crea en un orden natural sin la necesidad de un ordenador, también entiende el orden artificial que se puede imponer para mentirle a las cosas, sin necesidad de establecer una deidad, dado que entiende que está necesidad es ilusoria, aunque desconociendo qué tan necesaria; empero, el suicidio, aunque artificial, no viola ninguna ley natural más que las divinas, en las cuales son los dioses los que deciden sobre los tiempos humanos, sin olvidar que el dios que nos rescata, bien puede rescatarnos con la libertad que tenemos en el artificio de sus cosas. El suicidio es quizás la única forma artificial que no banaliza la vida con su permanencia.

Es así que no se debe temer, según Lucrecio, ni a los dioses ni a la muerte, ya que estos vienen a rescatarnos con el hecho azaroso de mantener una mente serena, estableciendo que el cambio fortuito nos regala la cordura con su antónimo a veces. Es bueno entonces, recibir a la fortuna con la calma que debiera permanecer por siempre en nuestras mentes, recibir con una constante, dado que el resto es sólo verdad manifestándose eternamente en pluralidad de términos, desviaciones atómicas que brindan oportunidades caóticas para la excusa existencial de algún tipo de deidad, memorias que solamente quedan en especies capaces de sobrevivir lo suficiente como para visualizar símbolos o mitificarlos.

Aunque se alude mucho al término de los dioses para este artículo, la verdad es que Lucrecio no los consideraba importantes para la vida del hombre, no consideraba que éstos influyeran en sus acontecimientos, es más, es el individuo quién les da vida, y les llama según sus necesidades. Ahí radica la importancia de nombrarlos en filosofía. Muy atomista, como las palabras, los átomos desarrollan la historia en su interacción. El alma material, conviene acomodarla a la naturaleza, las palabras materiales, conviene acomodarlas a las cosas, mientras que los poemas responden a todas las preguntas. La vida, en última instancia, es placer, por lo que no es vano crear desde el ámbito artístico, entendiendo que en la estratificación del arte se encuentra una autentica adoración a figuras de paso, que hacen llorar o dan risa.

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