PROPOSICIÓN XX
Este amor a Dios no puede ser manchado por el afecto de la envidia, ni por el de los
celos, sino que se fomenta tanto más cuantos más hombres imaginamos unidos a Dios
por el mismo vínculo del amor.
Demostración: Ese amor a Dios es el supremo bien que podemos apetecer,
según el dictamen de la razón (por la Proposición 28 de la Parte IV), y es común
a todos los hombres (por la Proposición 36 de la Parte IV), y deseamos que todos gocen de él (por la Proposición 37 de la Parte IV); de esta suerte (por la Definición23 de los afectos), no puede ser manchado por el afecto de la envidia, ni
tampoco (por la Proposición 18 de esta Parte, y la Definición de los celos: verla en el
Escolio de la Proposición 35 de la Parte III) por el afecto de los celos. Al contrario
(por la Proposición 31 de la Parte III), debe fomentarse tanto más cuantos más
hombres imaginamos que gozan de él. Q.E.D.
Escolio: Del mismo modo, podemos mostrar que no existe afecto alguno que
sea directamente contrario a ese amor, y por cuya virtud dicho amor pueda
ser destruido. Y así, podemos concluir que el amor a Dios es el más constante
de todos los afectos, y que, en cuanto que se refiere al cuerpo, no puede
destruirse sino con el cuerpo mismo. Veremos más adelante cuál es su
naturaleza, en cuanto referida solo al alma.
Con esto, he recogido todos los remedios de los afectos, o sea, todo el poder
que el alma tiene, considerada en sí sola, contra los afectos. Por ello es
evidente que la potencia del alma sobre los afectos consiste: primero, en el
conocimiento mismo de los afectos (ver Escolio de la Proposición 4 de esta Parte);
segundo, en que puede separar los afectos del pensamiento de una causa
exterior que imaginamos confusamente (ver Proposición 2 y el mismo Escolio de
la Proposición 4 de esta Parte); tercero, en el tiempo, por cuya virtud los afectos
referidos a las cosas que conocemos superan a los que se refieren a las cosas
que concebimos confusa o mutiladamente (ver Proposición 7 de esta Parte);
cuarto, en la multitud de causas que fomentan los afectos que se refieren a las
propiedades comunes de las cosas, o a Dios (ver Proposiciones 9 y 11 de esta
Parte); quinto, en el orden —por último— con que puede el alma ordenar sus
afectos y concatenarlos entre sí (ver Escolio de la Proposición 10 y, además, las
Proposiciones 12, 13 y 14 de esta Parte). Más, para que esta potencia del alma
sobre los afectos se entienda mejor, conviene ante todo observar que nosotros
llamamos «grandes» a los afectos cuando, al comparar el que experimenta un
hombre con el que experimenta otro, vemos que el mismo afecto incide más
sobre uno de ellos que sobre el otro; o bien cuando, al comparar entre sí los
afectos que experimenta un mismo hombre, descubrimos que uno de ellos
afecta o conmueve a dicho hombre más que otro. Pues (por la Proposición 5 dela Parte IV) la fuerza de un afecto cualquiera se define por la potencia de su
causa exterior, comparada con la nuestra. Ahora bien, la potencia del alma se
define solo por el conocimiento, y su impotencia o pasión se juzga solo por la
privación de conocimiento, esto es, por lo que hace que las ideas se llamen
inadecuadas. De ello se sigue que padece en el más alto grado aquel alma
cuya mayor parte está constituida por ideas inadecuadas, de tal manera que se la reconoce más por lo que padece que por lo que obra; y, al contrario, obra
en el más alto grado aquel alma cuya mayor parte está constituida por ideas
adecuadas, de tal manera que, aunque contenga en sí tantas ideas
inadecuadas como aquella otra, con todo se la reconoce más por sus ideas
adecuadas —que se atribuyen a la virtud humana— que por sus ideas
inadecuadas —que arguyen impotencia humana—. Debe observarse, además,
que las aflicciones e infortunios del ánimo toman su origen, principalmente,
de un amor excesivo hacia una cosa que está sujeta a muchas variaciones y
que nunca podemos poseer por completo. Pues nadie está inquieto o ansioso
sino por lo que ama, y las ofensas, las sospechas, las enemistades, etc., nacen
solo del amor hacia las cosas, de las que nadie puede, en realidad, ser dueño.
Y así, concebimos por ello fácilmente el poder que tiene el conocimiento claro
y distinto, y sobre todo ese tercer género de conocimiento (acerca del cual, ver
Escolio de la Proposición 47 de la Parte II) cuyo fundamento es el conocimiento
mismo de Dios, sobre los afectos: si no los suprime enteramente, en la medida
en que son pasiones (ver Proposición 3 y Escolio de la Proposición 4 de esta Parte),
logra al menos que constituyan una mínima parte del alma (ver Proposición 14 de esta Parte). Engendra, además, amor hacia una cosa inmutable y eterna (ver
Proposición 15 de esta Parte), y que poseemos realmente (ver Proposición 45 de laParte II); amor que, de esta suerte, no pude ser mancillado por ninguno de los
vicios presentes en el amor ordinario, sino que puede ser cada vez mayor (por
la Proposición 15 de esta Parte), ocupar en el más alto grado el alma (por la
Proposición 16 de esta Parte) y afectarla ampliamente.
Y con esto concluyo todo lo que respecta a esta vida presente. Pues todo el
mundo podrá comprobar fácilmente lo que al principio de este Escolio he
dicho - a saber, que en estas pocas Proposiciones había yo recogido todos los
remedios de los afectos—, si se fija en lo que hemos dicho en este Escolio, a la
vez que en las definiciones del alma y de sus afectos, y, por último, en las
Proposiciones 1 y 3 de la Parte III. Ya es tiempo, pues, de pasar a lo que atañe
a la duración del alma, considerada esta sin relación al cuerpo.